DEL INTERVALO COMO FORMA ESCULTÓRICA---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- (Bartolomeo Ferrando)
Bartolomé Ferrando
Por la presente exposición intentaré dar forma, de manera breve y concisa, a un modo de entender lo escultórico basado en el movimiento aleatorio que la propia escultura produce. Pero lo haré atendiendo y centrándome, no en el cambio creado por el sujeto de la acción, sino más bien prestando atención al hueco dejado y olvidado por éste, por el sujeto, con quien convive y se articula, y que es, en la mayoría de los casos, invisible y mudo.
Con estas palabras estoy haciendo referencia al cuerpo como generador de esculturas. A nuestro cuerpo, al que desplazamos, arrancamos de su posición, trasladamos, giramos, erguimos, desorientamos, detenemos, inclinamos o lo dejamos en reposo. A nuestro cuerpo que actúa e interviene a diario en un espacio plural y múltiple: en una habitación cualquiera de nuestra propia vivienda; en un espacio abierto; en el interior de un vehículo; en el lugar de entrada a cualquier habitáculo o a lo largo de un pasillo, corredor o pasadizo determinado.
Cuando movemos nuestro cuerpo, por el mero hecho de cambiarlo de posición, producimos y provocamos cierta alteración de las distancias que le separan de tantos otros cuerpos u objetos cercanos o inmediatamente próximos a él. Basta que coloquemos una mano en una postura distinta a la que teníamos en el instante anterior, para que todos los trayectos se alteren. Para que el intersticio o intersticios con el objeto u objetos que tenemos más próximos, se conviertan en otros bien distintos. Para que todo se transforme en un nuevo territorio, allí donde lo que estaba próximo se ha vuelto remoto de pronto, y viceversa, lo que parecía alejado, se presenta muy cerca de nuestros ojos.
Entiendo y utilizo el concepto de intervalo como distancia. Como hendedura. Como intersticio dimensionable Como espacio con límites precisos que me separa de otro cuerpo, de otro objeto, de otro ser vivo, de otro acontecimiento. Pero esa distancia hueca es, paradójicamente matérica. Está tan ocupada como lo está mi cuerpo, aunque disponga, contenga y exponga una densidad distinta. Es algo que aprendí de Julia Kristeva, cuando escribía que el intervalo es vacío, salto, que no se opone a la ”materia”, es decir a la representación acústica o visual, sino que es idéntico a ella [1] . Idéntico a la materia, y por ello lo entiendo como hueco provisto de cierta plenitud relativa, equivalente tal vez a aquello que nosotros llamamos silencio. Un silencio desprovisto paradójicamente de mudez. Un silencio habitado, porque de forma necesaria lo encontramos o hallamos ocupado por leves rumores; atravesado por insinuaciones acústicas o repleto de polvo de ruido.
Y es precisamente la existencia real del intervalo lo que permite nuestro movimiento. Lo que facilita nuestro desplazamiento. Aquello que, en constante transformación, se acopla y articula a nuestro personal deambular, a nuestro modo de caminar, a nuestra manera elástica de aproximarnos, de inclinarnos o de permanecer sentados. Un intervalo que, lógicamente, también es móvil. Cabalga en el tiempo. Se extiende a lo largo de un instante, de un trayecto, de una fracción de espacio. Y es así como, la noción de intervalo, tal y como aquí la trato, abarca y engloba una dimensión tanto espacial como temporal.
Cuando hacemos un gesto, como por ejemplo, al ir a coger un objeto cualquiera, nuestro brazo atraviesa, traspasa, se hunde en ese espacio, en ese hueco matérico antes mencionado. Nuestro brazo construye de este modo, en aquello que llamamos afuera, una forma precisa espacio-temporal, una figura aérea, una escultura transparente, en ese territorio blando que nos rodea y mira con sus ojos, pero al que apenas prestamos atención alguna, y que tal vez, por esa causa, casi nunca vemos, ni oímos, ni sentimos.
Añadiré, en este breve recorrido, que la tesis expuesta por Dorfles en su libro El intervalo perdido es la de que la pérdida de la presencia de esa distancia hueca en el arte y, en consecuencia, la privación o ausencia de consciencia de ese intervalo, produce y provoca un embotamiento de nuestra sensibilidad [2] . Pero en el caso que trato, en ese arte del más allá del arte; en ese arte de la experiencia común de la que hablo, esa distancia existe necesariamente. Ese intervalo está presente en cualquier circunstancia: precisamos de él; convivimos con él y respiramos con él, aunque no seamos conscientes de él. Ni tan siquiera sabemos que está, que existe. Ni tampoco que, si no estuviera, estaríamos imposibilitados e impedidos de cualquier simple movimiento o desplazamiento. Por eso, a veces conviene recordar que, en el territorio cotidiano, la presencia del intervalo está necesariamente presente.
Ya las composiciones monocromáticas de Yves Klein tendían a advertir y sugerir una propuesta perceptiva que fuera más allá de las dimensiones del lienzo pintado. La pintura era tan sólo el pretexto para escapar con los ojos del límite esbozado. Y fué a través de Klein que empecé a mirar y prestar atención al hueco, al espacio que se interponía, desde mi propio desplazamiento o actitud. Comencé a observar la distancia. A mirar esa dimensión traslúcida que me separaba del otro, de lo otro, o de cualesquier intervención o movimiento ajeno. A percibir con atención lo que ocurría en ese territorio.
Pero además se sabe que la atención perceptiva marca y potencia la consciencia del sujeto. La percepción -dirá Kahler- es la materia prima de la consciencia [3] . Atención perceptiva hacia lo imperceptible en este caso: Atención perceptiva de esa distancia, señalada o marcada, por una parte, por la superficie más próxima del objeto o cuerpo que observo, y por la otra, por mi propio cuerpo. Una atención que potencia, repito, la consciencia del sujeto activo.
Y si tuviera que definir lo que entiendo por consciencia, haría mías unas palabras de Mario Merz con las que me identifico plenamente: Coscienza è l’attivitá cerebrale ed emotiva in fusione diretta, física, elettrica [4] . Entendida como una actividad que combina estrechamente razón y emoción; cerebro e impulso; conocimiento lógico y conocimiento intuitivo a un tiempo, articulado en una misma unidad. Pero si bien la definición de consciencia contiene y abarca esos dos territorios que se extienden a lo largo de los ejes diacrónico y sincrónico respectivamente, prestaré más atención, en este caso, a la dimensión llamada intuitiva; a ese componente más irracional; a esa forma de conocimiento inmediato de las cosas, que sabe pero que no analiza; que abarca pero no descompone; que entiende de forma inmediata, sin necesitar convencer ni convencerse por conclusión alguna.
En consecuencia, y a modo de resumen, mi propuesta escultórica consistiría tanto en una predisposición perceptiva, como en la apreciación y consciencia intuitiva de ese hueco, siempre cambiante, que nos separa del otro con el que habitamos y convivimos. Consciencia inmediata que nos permite descubrir y observar el efecto y resultado de nuestros gestos, intervenciones o desplazamientos como piezas únicas. Como construcciones tridimensionales irrepetibles y cambiantes.
Pero la estimación de esa distancia; la consideración
del intervalo como forma escultórica, va más allá
de la percepción y consciencia intuitiva del hueco matérico
que aísla dos objetos o dos cuerpos en movimiento. Ese espacio
vacío lo encuentro también inserto en el pensamiento y
en el habla común. Del primero quisiera tan
sólo exponer mi convencimiento de que nuestro proceso mental
discontínuo contiene muescas y pausas que habitualmente escapan
a nuestra mirada interior. Y al referirme al habla, diría que la presencia del intervalo se aprecia
y advierte con mayor facilidad en el corte o cesura que se produce habitualmente
entre ambos interlocutores: uno dice alguna cosa, mientras el otro calla.
Pero desde el momento en que el primero termina su dicción hasta
el instante en que el segundo la inicia, se genera un hueco, una distancia,
un salto. Cavidades en el pensamiento y en el habla común que
en nada veo ajenas a las perceptibles entre dos objetos o cuerpos: huecos
escultóricos que contenían y disponían de una dimensión
tanto espacial como temporal.
Y terminaré esta exposición
oral comentando, a modo de curiosidad, que en cierta ocasión,
en una discusión artística que entablé con un conocido
amigo, decidimos ambos, de forma espontánea, alargar el corte
o la interrupción que se producía entre el final del discurso
de uno y el inicio del habla de otro. De este modo, cuando uno dejaba de hablar, el otro nunca respondía
de inmediato. Dilataba el corte. Alargaba el tiempo de espera. Ampliaba
la cavidad interválica entre los dos discursos. Y he de decir
que el efecto fue sorprendente: ambos llegamos, por este procedimiento
a pensar y decir cosas a las que nunca hubiéramos llegado, si
hubiéramos respondido de forma inmediata a las palabras del otro.
Me di cuenta entonces de la importancia de la consideración del
intervalo en el habla común. Allí donde, en la mayoría
de los casos, habíamos dejado olvidado y abandonado. [1] -Kristeva, Julia. Semiótica 1. Madrid. Editorial Fundamentos, 1978, pág. 128 [2] -Dorfles, Gillo. El intervalo perdido. Barcelona. Editorial Lumen, 1984, pág. 20 [3] -Kahler, Erich. La dsintegración de la forma en las artes. México. Siglo XXI editores, 1972, pág. 120
[4]
-Merz, Mario. Voglio fare subito un libro.
Zürich.
Verlag Sauerländer, 1985, pág.16 |